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domingo, 28 de agosto de 2011

Francisco de Vitoria el anticolonialista.


Los pensadores españoles del siglo XVI por supuesto que no podían permanecer ajeno al enorme cambio histórico que significó la conquista de América, y los distintos conflictos que esta conquista presentó. En este medio, el teólogo Francisco de Vitoria (hacia 1492 - 1546) fue uno de los más importantes promotores del derecho de gentes, y un enorme crítico de la colonización española, al menos en sus grados más extremos.

Para entender el pensamiento y la mentalidad de Vitoria, primero hablemos de los argumentos clásicos para justificar la legitimidad de la conquista de América. En la Edad Media, se entendía que la legitimidad arrancaba de Dios, que la había delegado en el Imperio Romano (y el Sacro Imperio Romano Germánico, continuador del anterior según lo consideraba el derecho medieval europeo) y la Iglesia Católica, para que rigieran el mundo entero en su nombre. Ese era el marco jurídico que había tenido en mente la Bula Intercaetera de 1493, documento legal por el cual el Papa había repartido el mundo no europeo en dos esferas de influencia, una para España y la otra para Portugal. Por lo tanto, la conquista de América era aceptable si se emprendía contra paganos que se resistían a la evangelización, y además tenían instituciones que eran incompatibles con el Imperio. Vitoria criticó ácidamente este concepto del "dominium universal", porque en su concepto, el dominio romano no fue objeto de ninguna legitimación divina, sino obra de la violencia y la astucia. Por lo mismo, argumenta Vitoria, el Papa no tiene injerencia legítima alguna en los asuntos temporales. De esta manera, Vitoria desmonta la autoridad universal que se arrogaban tanto el Emperador como el Papa. La bula de 1493, según Vitoria, sólo autorizaba al Emperador a enviar misioneros piadosos que predicaran el cristianismo o se ofrecieran a los líderes locales como consejeros, sin poder para tocar sus bienes o modificar sus instituciones.

Respecto de este punto, debemos tener en cuenta que Vitoria tiene una visión que hoy día llamaríamos de "tolerancia multiculturalista" respecto a los indígenas. Los defensores del imperialismo español se basaban también en la imperfección (según ellos) de las instituciones indígenas. O sea, invadirlos, derrocar a sus reyes y someterlos a la esclavitud de hecho que era el trabajo de encomiendas, era hacerles un favor porque significaba llevarles las instituciones hispánicas, que eran mejores y superiores. Contra esto, Vitoria argumenta que los indígenas no son inferiores ni "esclavos por naturaleza", sino miembros de la comunidad humana por pleno derecho. Y habiendo instituciones en que "el orden está establecido y mantenido", y que tienen "magistraturas, leyes, cuerpos de oficios, cambios", etcétera, además de una religión propia (pagana, pero propia), atacarlos en realidad es pillaje y saqueo sin más. También ataca el argumento común de que en tierras de indios había bienes insuficientemente explotados, y la conquista permitiría que esos bienes fueran explotados y favorecieran la economía y las finanzas (¿qué dirían si ustedes tuvieran una casa que no ocupan ni arriendan por el motivo que sea, y que basándose en eso, un cualquiera se introdujera y dijera que le pertenece porque se está perdiendo? Piénsenlo un minuto). Tampoco acepta el argumento de la evangelización porque la conversión por la violencia es nula, e incluso resulta sacrílego "acercarse a los misterios bajo el único influjo del temor servil". Vitoria opone al "derecho de sangre" el "derecho de lugar", lo que significa no sólo que se opone a que los nativos sean conquistados por los españoles por la violencia, sino también se opone a la expulsión de los judíos y moriscos de España.

Lo cierto es que, a pesar de sus buenas intenciones, Vitoria no tuvo mayor éxito en parar la maquinaria bélica española, que de hecho se impuso casi sin contrapeso sobre todos los grandes poderes desde el Río Bravo hasta la Patagonia. Pero sus argumentos quedaron, y algunos de los problemas teológicos, jurídicos y éticos que Vitoria abordó y debatió, por desgracia siguen siendo bastante actuales (¿a alguien le suena eso de que es legítimo invadir a otro pueblo porque sus instituciones no son lo suficientemente buenas o porque alguien tiene que explotar sus recursos...?).

jueves, 25 de agosto de 2011

Luces y sombras de Bartolomé de las Casas.


Fray Bartolomé de las Casas es probablemente uno de los personajes más característicos del siglo XVI español. Ha pasado a la Historia como un idealista e incluso casi como un precursor de lo que podríamos llamar "derechos humanos". Al menos el derecho de gentes le debe no poca cosa. Y sin embargo, también ha sido cuestionado en más de algún respecto.

Nacido en 1474, llegó a Santo Domingo con unos 28 años, en 1502. Allí, contra lo que cabría esperar, Bartolomé de las Casas no tuvo mayor empacho en participar en la explotación del oro. Porque las Casas no fue exactamente un tipo entregado a su causa desde el primer día, y el proceso mental y emocional por el cual fue compadeciéndose de la suerte de los indios salvajemente explotados por los españoles, fue algo lento. Sus primeros escritos, de hecho, no aparecen sino hasta 1514. Y saltó a la defensa de los derechos de los indios únicamente después de haber probado varias prudentes soluciones "de compromiso", y verlas fallar una detrás de otra.

Con todo, no puede desconocérsele que cuando abrazó la causa, las Casas se movió por ella. En tiempos en que cruzar la Mar Océana no era precisamente un paseo de fin de semana, emprendió doce viajes de ida y de regreso para presentarse ante la Corte de España por un lado y para defender a los indios en terreno por el otro. En sus libros denunció abiertamente las atrocidades que los españoles cometían contra los indios, aunque es probable que cargara las tintas, ayudando a crear la famosa "leyenda negra" de la conquista. Le arrancó también a Carlos V unas leyes para proteger a los indios y moderar el rigor y la arbitrariedad de las encomiedas, aunque éstas llegaron en 1543, o sea, cuando ya la mayor parte del daño contra los nativos estaba hecho, y poblaciones enteras habían sido arrasadas.

Como obispo de Chiapas, Bartolomé de las Casas aplicó en terreno su enconada defensa de los indios, enemistándose con colonos y gobernadores por igual. Sin embargo esto, que debería enaltecerlo como persona, queda manchado por un baldón: para proteger a los indios, propuso la importación de mano de obra negra desde Africa. El razonamiento es que los africanos eran más grandes y robustos que los indios, y por lo tanto soportarían mejor el trabajo físico. Es cierto que la labor de las Casas ayudó a morigerar las atrocidades contra la población india de América, pero a cambio, ayudó a introducir la nueva atrocidad de la trata de negros en el continente...

domingo, 21 de agosto de 2011

Cadáveres en óptimas condiciones.

A comienzos del siglo XIX, las Escuelas de Medicina habían desarrollado una siniestra reputación. Nadie dudaba de que el estudio "en terreno", con cuerpos humanos verdaderos, era y es necesario para la formación de un futuro médico. Pero la ley británica exigía enterrar a todos los cadáveres. Los únicos que "escapaban" a este destino eran los cuerpos de los ejecutados, y aún éstos comenzaban a escasear debido a la aplicación más humanitaria de las leyes que se comenzó a hacer en dicha época. Ironía suprema: la humana actividad de darle salud y años de vida a las personas se vio resentida por la humana compasión de ir eliminando progresivamente la pena de muerte. No es raro que en el siglo XIX, los estudiantes de Medicina cobraran fama de rondadores (y cavadores) de tumbas y perturbadores de la paz de los gusanos del cementerio. Y como cualquier actividad humana en que la demanda es alta y la oferta es baja, surgen aquellos avispados que se encargan de crear un mercado negro al respecto. En este caso, los inteligentes fueron dos William: William Burke y William Hare. No fueron los únicos, pero sí fueron los más prominentes, con toda probabilidad.

El descubrimiento fue accidental. Resulta que William Hare se había casado con una viuda que poseía una pensión, y por lo tanto como marido decimonónico que era, se encargaba de regentarla. En esos negocios estaba cuando un pensionista cualquiera se le murió, y recibió entonces una oferta de siete libras por el cuerpo. Entonces, en un rapto de inspiración capitalista y libremercadista, decidió meterse en el novísimo filón del tráfico de cadáveres a la Escuela de Medicina. Pero para ello, lógicamente, debía obtenerlos, y como la gente no suele querer morirse con facilidad, y menos para donar su cuerpo a la ciencia, decidió transformarlos en donantes involuntarios por el expediente de matarlos.

La Escuela de Medicina exigía por supuesto que los cadáveres debían estar en óptimas condiciones, y esto significaba sin heridas ni lesiones de ningún tipo, claro está. Entonces la banda compuesta por William Hare, su esposa, William Burke, y la amante de este último, perfeccionaron un modus operandi destinado a tales efectos. Primero, las mujeres se encargaban de atraer machos recios con sus armas de mujer, y los emborrachaban. A continuación, cuando ya estaban dormidos, entraban los hombres en el asunto: entre los dos inmovilizaban a la víctima, y luego uno se le subía al pecho oprimiéndoselo con la rodilla, luego de lo cual el otro le tapaba la nariz y boca para que no volviera a respirar.

El asunto se destapó cuando accidentalmente una persona descubrió uno de los cuerpos. Interrogados Burke y Hare, ambos cayeron en contradicciones, y fueron llevados a proceso junto con las mujeres involucradas. Las pruebas no eran concluyentes, de manera que el fiscal le ofreció inmunidad a Hare a cambio de traicionar a Burke: de esta manera el primero escapó sin problemas a la justicia (si bien tuvo que exiliarse debido al peligro de linchamiento), mientras que Burke acabó colgado, ejecutado... y diseccionado en una Escuela de Medicina, siguiendo la ley de que estos cuerpos sí que podían ser llevados para los estudiantes, y conservándose su cuerpo para la posteridad y las lecciones de los futuros estudiantes de dicha ciencia, en una irónica volte face del destino. En 1832 se aprobó en Inglaterra una ley que permitió a quien tuviera la posesión legal de un cuerpo humano muerto, entregarlo para su disección, así como prohibiendo el comercio de cadáveres (lucrativo: de las siete libras iniciales, Burke y Hare habían ascendido hasta catorce, el doble, en su última venta) y estableciendo vigilantes en los cementerios. El caso inspiró también varias pelis, incluyendo una con Boris Karloff ("El profanador de tumbas", de 1945). Además, hubo una repercusión en el idioma: el método de matar a una persona por sofocación, presionando la rodilla contra su pecho, en inglés pasó a ser conocida precisamente como "burking".

jueves, 18 de agosto de 2011

La triste matanza de Charles Whitman.

Este será uno de esos posteos tristes que de tarde en tarde tenemos el deber de incluir en Siglos Curiosos. Porque no todas las historias curiosas son alegres y festivas. Esta en realidad se relaciona con una cruel matanza que ocurrió en 1966. La historia principia con Charles Whitman, un ex marine que al momento de los eventos tenía 25 años, estudiaba Ingeniería Mecánica en la Universidad de Texas, y se había dirigido hacia la ingeniería arquitectónica. Su vida personal y su servicio profesional eran intachables, aunque se habían reportado algunos incidentes que lo habían llevado a abandonar tanto a los marines (de manera honrosa, eso sí), como su carrera como ingeniero mecánico.

De pronto, sin ninguna señal previa, el 1 de agosto de 1966 se subió al último piso de la torre de la Universidad de Texas. Mató al recepcionista con la culata de su rifle. Dos familias que intentaron subir por las escaleras, recibieron disparos a bocajarro. Luego, empezó a disparar hacia la gente abajo, parece ser que sin seleccionar realmente a sus blancos. La primera víctima fue una mujer embarazada, luego cayó su novio cuando trató de ayudarla, luego peatones y el conductor de una ambulancia... A la policía no le quedó más remedio que contestar el fuego con fuego, y abatirlo. El oficial que lo liquidó fue llevado a juicio, por supuesto, pero el veredicto fue de homicidio justificado, y no hubo otras consecuencias. Quedaban atrás 13 muertos y 32 heridos.

Inmediatamente después de sucedido el incidente, la policía llegó hasta la casa de Whitman. La cosa se volvió aún más macabra: se descubrió que a primeras horas del mismo día del tiroteo, Whitman había asesinado a su madre, además de acuchillar a su propia esposa. Además encontraron una nota suicida, en la que Whitman había escrito: "Realmente no me entiendo por estos días. Se supone que soy un joven medianamente razonable e inteligente. Sin embargo, últimamente he sido víctima de pensamientos extraños e irracionales". Terminaba pidiendo que se le hiciera una autopsia para determinar si algo andaba mal con su cerebro.

Y la autopsia fue efectivamente hecha, sacando a la luz el último giro macabro de la historia. Resulta que se descubrió un tumor del tamaño de una moneda, un glioblastoma, creciendo debajo del tálamo, prácticamente en el centro mismo de la cabeza, y aplastando un órgano llamado amígdala. Los científicos sabían desde los '30s, gracias a la investigación de Heinrich Klüver y Paul Bucy, que la amígdala es un órgano capital en el manejo de las emociones, y por lo tanto el daño contra la misma ocasiona fuertes perturbaciones emocionales y sociales. Los glioblastomas por añadidura son muy rebeldes, y por lo tanto el tratamiento de los mismos es de enorme dificultad, si es que realmente existe alguna posibilidad. Se supone que todos estos factores médicos ayudaron a desencadenar los problemas de Whitman, incluyendo su mayúsculo final: una cruel broma de la naturaleza se había encargado de arruinarle la vida, e indirectamente de promover una masacre entre un montón de gente que tuvo la desgracia de estar a la hora y en el lugar equivocados.

domingo, 14 de agosto de 2011

¿Pierden los leprosos pedacitos de su cuerpo...?


Una cantera inagotable de chistes de humor cruel, al menos antes de la era de lo políticamente correcto, era sobre los leprosos y su cuerpo cayéndose a pedazos. Sin embargo, hasta donde sabía la ciencia médica a mediados del siglo XX, la lepra tiene que ver con la piel, los nervios y los músculos. ¿Cómo era posible que los leprosos pudieran perder pedazos de su cuerpo, incluso miembros enteros...? Cuando el médico Paul Brand fundó en la India la Nava Jeeva Nilayam (Centro de Nueva Vida) para rehabilitar leprosos, a mediados del siglo XX, tuvo ocasión de estudiar el tema. Y descubrió la realidad detrás del mito. Que era mito... a medias.

La explicación médica corriente es que si existía dicha pérdida, se debía a la atrofia muscular inherente a la lepra. Pero esto no convencía a Paul Brand: había examinado a pacientes negativos (enfermos asintomáticos) que se quejaban de haber perdido parte de sus dedos a pesar de que los exámenes sobre tejidos musculares no mostraban síntomas de lepra. La respuesta le llegó casi de casualidad. Un día, lidiando con una llave para abrir un candado oxidado, un niño leproso se ofreció a abrirla, e hizo el trabajo por él, sin el menor esfuerzo. Pero cuando Brand vio sangre en el suelo, le pidió al niño que extendiera la mano, y descubrió con horror que el niño se había rajado la mano con la llave tan profundo, que el hueso al fondo estaba expuesto. Y todo eso sin que el niño se enterara. A Brand entonces le cayó el tejo sobre lo que ocurría: los dedos de los pacientes leprosos sí se encogen y pueden caerse a pedazos, pero no por una consecuencia directa de la enfermedad, sino porque al verse afectados los nervios y perder la sensibilidad y el sentir dolor, los leprosos se herían ellos mismos con agentes externos sin darse cuenta.

Pero como buen científico, Paul Brand debía todavía corroborar su teoría. Observó durante meses a los leprosos del taller de rehabilitación que atendía, y descubrió que en casi todos los casos, había una correlación entre las heridas y eventual pérdida corporal de los pacientes, y los accidentes laborales o de la vida cotidiana. A tales accidentes todos estamos expuestos, pero los sanos reaccionamos esquivando o retirándonos del agente (por ejemplo, retirando un cuchillo que nos corta), y curándonos la herida resultante, todo ello debido al dolor de la herida en sí. Los leprosos, al no sentir dolor, no tenían señal de alarma, y se herían hasta el punto de la automutilación, o dejaban que sus heridas se infectaran, y todo esto sin darse cuenta. Brand tenía conocimientos de carpintería, y esto le ayudó a diseñar herramientas más seguras para que los leprosos sufrieran menos accidentes. También dirigió su atención a los pies: descubrió que las llagas e infecciones en éstos, y la pérdida de dedos inclusive, se debían al calzado. Mientras que las personas normales usan poco o cambian de calzado si éste no es cómodo, alguien sin sensibilidad como un leproso no puede saber si al caminar con un calzado incómodo o inadecuado, se está lastimando, hiriendo e incluso mutilando sus pies. De manera que Brand también diseñó un calzado especial para que éstos pudieran utilizar.

Quizás el episodio más tenebroso relacionado con el tema, sea el de un chico que acudió a Brand faltándole la tercera parte del dedo índice. El muchacho se había acostado con su dedo intacto, y había despertado sin él. ¿Sería posible que los dedos pudieran caerse con la lepra, después de todo? Brand inspeccionó la cama del chico y el suelo alrededor, convencido de que el pedazo de dedo estaría ahí, si fuere el caso. Pero no estaba: sólo había manchas de sangre. Al verlas con detención, Brand descubrió unas huellas diminutas: las ratas habían conseguido colarse y darse un festín con el dedo del infortunado chico mientras éste dormía, sin que éste por supuesto se diera cuenta en lo absoluto. Paul Brand recurrió entonces a las soluciones de toda la vida, y trajo gatos a la colonia. Y en el equipo que cada paciente recibía al darse de alta, iba incluido un gatito...

Con todo, Brand demostró que en cerca del uno por ciento de los casos, la lepra sí invade los huesos, volviéndolos lo suficientemente quebradizos como para que en efecto puedan separarse. El resultado en este caso es justamente el de la sabiduría convencional sobre la lepra: perder ese pedacito de cuerpo.

jueves, 11 de agosto de 2011

Abogado con las manos deformes.


Durante su prolongada estancia investigando la lepra en la India, uno de los casos más curiosos que debió atender Paul Brand, no desde el punto de vista médico sino social, es el relacionado a un abogado de Calcuta. A mediados del siglo XX la lepra ya no era una condena segura desde el punto de vista médico, ya que existían tratamientos contra ella (siendo una enfermedad provocada por una bacteria, basta con diseñar buenos antibióticos, y la enfermedad puede ser contenida... un gran "basta", por supuesto). Pero en la India, país tradicionalmente pobre debido a su gran población, no todas las personas podían permitirse el costo del tratamiento, y los leprosarios eran por lo tanto casi parte del paisaje.

Pero este abogado de Calcuta, de quien por supuesto no llegó a saberse el nombre, tenía recursos como para pagarse un tratamiento particular contra la lepra. De hecho, se sometió a dicho tratamiento, y la enfermedad remitió. Pero aunque curado por completo de la lepra, quedaban las secuelas. La lepra no sólo ataca la piel, generando unas cicatrices características, sino que las emprende con los músculos y nervios de las extremidades, y como buena enfermedad degenerativa, el resultado es la atrofia progresiva. Aunque curado de la lepra, sus manos seguían atrofiadas, por supuesto, y esto era bien visible para cualquiera que tratara con él... o que litigara con él en un juicio.

Pronto otros abogados, con la petulancia característica en muchos de su oficio, alegaron que era ignominioso para la profesión que un hombre con las manos hechas pedazos defendiera una causa. El hombre incluso fue llevado ante tribunales, para obligarle a abandonar la profesión. Desesperado, éste escribió a Paul Brand, el mayor especialista del mundo en tratamiento de las deformaciones traumatológicas producto de la lepra. Debido a la urgencia del motivo, Paul Brand tomó el riesgo de operar las dos manos simultáneamente en un solo día (por protocolo, las operaciones solía efectuarlas en días consecutivos). Los resultados fueron espectaculares, y de hecho el abogado regresó para defenderse él mismo en la vista de la causa. Cuando se enumeraron los cargos, se puso en pie, y soltó un...

-- ¿Qué deformidades...? --, al tiempo que exhibía triunfante las manos que podían moverse sin problemas. Por supuesto que los cargos fueron levantados.

domingo, 7 de agosto de 2011

Krishnamurti el leproso.


Vaya por delante que este artículo no se refiere a Krishnamurti el famoso líder religioso de comienzos del siglo XX, sino a otro distinto que... listo, con esto perdí a las dos terceras partes de los que arribaron a esta página. ¿Sigue interesado el tercio restante? ¿Sí? Seguimos entonces. Como decía, que ambos personajes (el Krishnamurti mesías y el Krishnamurti que nos ocupa en este posteo) son dos personas distintas, y la relación es puro alcance de nombre. Krishnamurti era un habitante de la India con un historial siniestro: era de buena familia, había recibido buena educación, hablaba varios idiomas, y desempeñaba puestos de responsabilidad, todo eso hasta que fue asaltado por la lepra. Lo perdió todo: no sólo la salud física, por supuesto, sino también la conexión social, porque ya sabemos lo que pasa con alguien cuando se le declara lepra (contrario a la creencia popular, por cierto la lepra tiene una bajísima tasa de contagio).

Por esos años un doctor llamado Paul Brand estaba haciendo una investigación radicalmente novedosa: antes que él casi todos los epidemiólogos especializados en lepra trataban de investigar antibióticos o contender con la infección a la piel, pero nadie se había preocupado por el efecto de la lepra en los músculos, tendones y huesos (ni el propio Brand, que se vio con el trabajo cuando fue llamado para eso). Brand había descubierto que la atrofia de las manos y pies en los leprosos sigue siempre la misma ruta, y había descubierto que algunos músculos nunca son consumidos por la lepra, y con ello había abierto la ruta para recuperar las manos de los leprosos mediante intervención quirúrgica. Y Krishnamurti fue el primer paciente de lo que en ese tiempo era cirugía experimental. Medio embotado por su catástrofe personal, Krishnamurti aceptó, con fastidio y desdén hacia su propio cuerpo, y por ende sin muchas esperanzas de mejoría.

Las operaciones (porque se requerían más de una) y la fisioterapia subsiguiente tardaron meses. Pero tuvieron éxito: Krishnamurti recuperó sus manos paralizadas por la lepra, y volvió a utilizarlas. Incluso su ánimo mejoró. Se le permitió entonces salir de alta del hospital... para regresar, completamente hundido, dos meses después. Le espetó entonces a Paul Brand que las manos no le servían. Cuando Brand se las examinó y las encontró normales, Krishnamurti le soltó que "no me sirven para MENDIGAR". Resulta que en el mundo exterior, Krishnamurti no obtenía empleo debido a sus manchas de lepra, pero tampoco limosnas porque tenía las manos saludables y no deformadas y por lo tanto no inspiraba piedad o compasión...

Afortunadamente, la historia de Krishnamurti tiene un final algo más feliz que éste. Resulta que de su vida anterior a la lepra, Krishnamurti sabía escribir a máquina. Hacerlo de nuevo con sus manos antes atrofiadas y ahora recuperadas fue otra hazaña, pero lo logró, y pronto empezó a ganarse algún dinero mecanografiando para otros pacientes que les pagaban por sus trabajos. Por supuesto que Paul Brand reflexionó sobre este caso (y otros más en el intermedio), y eso también tuvo su fruto: gracias a la generosa donación de una misionera de 84 años que donó todos sus ahorros (cerca de 500 libras esterlinas), consiguió abrir la Nava Jeeva Nilayam (Centro de la Nueva Vida), organización dedicada específicamente a la rehabilitación de enfermos de lepra, entendida esta rehabilitación social como la otra parte del trabajo que debía hacerse a continuación de la rehabilitación física que implica el tratamiento de la lepra.

jueves, 4 de agosto de 2011

Físicos con Tao y LSD.


Cuando uno piensa en físicos, tiende a imaginarse señorones de lentes con una eterna tiza para sus pizarrones de madera cargados de respetables ecuaciones (aunque generalmente sin un buen sentido de la moda... eso es aparte). Pero después de la revolución hippie, más de algún físico decidió desmelenarse un poco, pegándose el viaje con algunas dosis de LSD, y volcándose a la filosofía oriental. Los coletazos de su actividad se prolongaron durante décadas, incluso hasta el día de escribir estas líneas.

La Física en los '70s estaba esclerotizada. Las grandes revoluciones físicas se habían producido fundamentalmente en la primera mitad del siglo XX, pero luego había venido la Segunda Guerra Mundial primero y la Guerra Fría después, y con ellas el estancamiento. Porque la industria armamentística creció a niveles exhorbitantes, y esto significó que el Gobierno de Estados Unidos estuvo dispuesto a financiar la investigación física sólo en cuanto pudiera redundar en armamento o en cohetes espaciales. La atrevida física teórica e imaginativa de Einstein, Bohr o Schrödinger dio paso así a cohortes de físicos hundidos en hileras interminables de aburridos cálculos de trayectorias de cohetes balísticos o resistencias de metales, dejando de lado a la Física Teórica. Además, las relaciones con universidades extranjeras para intercambiar datos se tornó mucho más compleja: después de todo, muchos de esos datos eran ahora secretos de Seguridad Nacional al final del día.

Pero en la Universidad de Berkeley, un grupo de físicos se rebeló, y decidió abrirse hacia... ¡el hippismo! ...en busca de ideas teóricas que fueran nuevas y frescas. En mayo de 1975, se reunieron por primera vez en lo que llamaron el Grupo de Física Fundamental. Que no era un espacio de conferencias con podios o sillas, sino un espacio con pizarras... y cristales de cuarzo de los de altas energías (cósmicas, suponemos), masajistas, tinas de agua tibia para relajarse, dosis de LSD a la mano, material para contactarse con los muertos... Y pizarrones y tizas, por supuesto, que el asunto no era pretexto para divertirse a costa del presupuesto para I+D, sino crear un entorno que favoreciera el desarrollo de cuanta locura se les ocurriera. Por cierto, uno de esos físicos, Fritjof Capra, publicó en 1975 un libro de un título muy revelador en su hippismo: "El Tao de la Física".

Fue esta hornada de físicos la que desempolvó a la Mecánica Cuántica, por ese entonces una rama prácticamente abandonada de la Física en términos de volumen de investigación, y la trajo de regreso a la primera línea de su disciplina. Aún así, parece ser que la propuesta más revolucionaria del grupo vino ya en los tempranos '80s, y fue el "teorema de la no clonación", según el cual no se pueden crear copias idénticas de un estado cuántico arbitrario. Las consecuencias son importantísimas: si un paquete de información está encriptado a nivel cuántico, como ocurre con algunas señales enviadas por medios electrónicos, entonces sería imposible de reproducir, y por lo tanto, sería un medio de comunicación absolutamente seguro y a prueba de hackers. Fue propuesto por William Wootters, Wojciech H. Zurek y Dennis Dieks. Pero otros físicos tuvieron otros caminos más... extraños. Incluyendo los que terminaron definitivamente vinculados a la investigación del fenómeno OVNI, o a la importación a Estados Unidos de hierbas tibetanas. Y es que haber hecho Física de una manera tan poco convencional como no se veía desde los tiempos de Arquímedes sumergido en su tina, es algo que necesariamente debe haber dejado huella en ellos...

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